Escribe: Sonia Tessa
Una mujer llama al 911, un grupo de personas interviene. En un auto, una chica es violada por cuatro varones y otros dos hacen de “campana”. La escena es grabada y se viraliza. No hay dudas, todo fue a la luz del día, en Palermo, en la ciudad de Buenos Aires. La violencia sexual desembozada es una trompada en la cara de una sociedad que día a día pretende minimizarla, hacer como si no existiera.
Es delito, es inadmisible, forma parte de las prácticas sociales que sustentan la dominación de unos cuerpos sobre otros. ¿Y si no hubiera videos?
El nudo en la garganta se generaliza, sobre todo, entre las mujeres. Lleva a pensar en cuántas pibas, en este mismo momento, están sufriendo esa violencia en lugares recónditos, sin testigos que puedan intervenir, en la soledad de una casa, en una calle más oscura, lejos de las luces.
Las violaciones en patota son más comunes de lo que muchas personas creen. Por lo general, los delitos sexuales se cometen sin testigos, en lugares cerrados. Contra pibas, lesbianas, trans, travestis, gays. Y son grupales porque es un tributo, una reafirmación, que esos varones se están haciendo entre ellos. Son esos los cuerpos que ellos someten para hacerse fuertes.
Asaltar el cuerpo de otra que no lo desea es una forma de pacto de masculinidad, una demostración de fuerza entre ellos, para todos. Son los que mandan.
“Como venimos diciendo hace muchos años y como vienen resaltando un montón de autoras de distintos países, es una práctica altamente disciplinante. El hecho de que seamos violables, a la luz del día, en un contexto en el que esta joven había salido para divertirse, a pasarla bien, y termina siendo violada en un auto, a la vista de un montón de gente, es completamente impactante. Esto envía un mensaje y rompe las lógicas perversas que se usan para culpabilizarnos, para ponernos a nosotras siempre como quienes terminamos, de alguna manera, mereciendo este tipo de violencias porque salíamos de noche, porque usamos tal o cual ropa”, expresa Ana Oberlin desde su larga experiencia como abogada especializada en género, derechos humanos y derecho penal.
En 2020 –el año más álgido de la pandemia– hubo 22.076 denuncias de mujeres por situaciones de abusos sexuales y violaciones: 60 por día. El número fue un 43% mayor que en 2019, según las estadísticas del Ministerio de Seguridad de la Nación.
Por otra parte, un informe elaborado por la Fiscalía Especializada en Violencia contra las Mujeres, en 2019, establece que “los delitos sexuales representan el 1% del total de delitos registrados en el país, aunque esta cifra no refleja cabalmente su relevancia, dado que estudios efectuados con otras metodologías (como la Encuesta Nacional de Victimización) advierten sobre la muy baja tasa de denuncia del fenómeno, en comparación con otros tipos de delitos”. En ese mismo informe se lee que “las ofensas sexuales alcanzaron en 2016 al 1,7% de la población nacional mayor de 18 años. El 87,4% de las víctimas que indicaron haber sufrido ofensas sexuales manifestaron no haber denunciado el hecho. Dicha tasa de ‘no-denuncia’ es la segunda más alta, sólo superada por la de pedidos de soborno no denunciados”. Estos delitos afectan “en forma desproporcionada a las mujeres”.
Algunas nunca denuncian. Otras demoran días, y hasta meses, en animarse a denunciar.
Y no es fácil animarse, cuando finalmente concurren a la comisaría o a la Fiscalía, las preguntas apuntan a su conducta: si había consumido alcohol, si estaba en la fiesta, si conocía a los violadores. La sospecha sobre ella misma es una sombra que se proyecta sobre todas y todes: ir a denunciar implica –en la mayoría de las prácticas policiales y judiciales– ser evaluada.
Hay una novedad para tirar del ínfimo hilo de la esperanza y que da cuenta de una sociedad atenta. “Yo te creo, hermana”, fue una consigna que acuñó el feminismo para contraponer a la eterna sospecha sobre las víctimas de agresión sexual. En ese lunes feriado, una testigo decidió intervenir. “No es menor que los vecinos se hayan involucrado y creo que eso es producto del cambio cultural de los últimos tiempos, porque en otros momentos era impensado que los vecinos se involucraran en este tipo de violencias”, considera la fiscal de la Unidad Especializada en Violencia Sexual del Ministerio Público de la Acusación en Rosario, Carla Cerliani.
“Es importante marcar que esa actitud de estas personas que intervinieron también es el resultado de una lucha por instalar este tema que venimos haciendo desde los feminismos para no naturalizar estas violencias”, coincide Oberlin, quien considera que “fue muy importante que estas personas intervengan, sin duda, en este caso concreto, pero también es terrible que hayan tenido que intervenir y que no haya habido ningún tipo de intervención estatal en un lugar público, a la luz del día”.
Sonia Tessa es periodista, se especializa en cuestiones de género y derechos humanos. Es editora de Rosario/12 y redactora en el Suplemento Las 12, de Página/12. También colabora con otros medios y conduce un programa con perspectiva de género en Radio Universidad, de Rosario.
Artículo originalmente publicado en Aire Digital.