El dinero no da la felicidad | por Julio Rodríguez

Opinión

Las aspiraciones materiales están sometidas a un ajuste hedónico y una comparación social infinitas. Cuánto más tenemos, más queremos, sin nunca alcanzar un nivel de equilibrio.

¿Qué es la felicidad? ¿Somos realmente felices? Desde un punto de vista neuropsicológico hay dos aspectos relacionados con la felicidad: la alegría, que bioquímicamente hablando es -literalmente- un pico puntual y efímero de dopamina, serotonina y adrenalina que se activa cuando algo placentero es satisfecho; y la felicidad propiamente dicha o bienestar psicológico, que es un nivel basal y estable en el tiempo de estos neurotransmisores, por lo que adquiere un carácter duradero.

Para explicar esto sin recurrir a los neurotransmisores, la psicología utiliza la “teoría de los puntos de ajuste hedónicos”, mediante la cual se defiende que cada individuo tiene un punto de referencia de felicidad dado por la genética y la personalidad. Los acontecimientos de la vida, como el matrimonio, los ingresos, los hijos, la pérdida de un trabajo y las lesiones o enfermedades graves, pueden desviar nuestra percepción por encima o por debajo de ese punto óptimo, pero con el tiempo, ajustamos de nuevo ese punto hedónico, es decir, nos adaptamos a las nuevas situaciones y volvemos a “ser felices”. Un ejemplo paradigmático de este efecto es el sufrir un accidente que te deja en silla de ruedas: según esta teoría, psicológicamente ajustas tus nuevas aspiraciones y expectativas a esa nueva situación, y así vuelves a ser feliz.

Sin embargo, diversos estudios han mostrado que este “ajuste hedónico” se da para unas cosas y para otras no: para los bienes materiales se produce, escapándose siempre e impidiéndonos ser felices; para los bienes personales no se produce, permitiéndonos ser felices si los alcanzamos, y quitándonos felicidad si los perdemos. ¿Por qué? Porque los bienes materiales nos producen ese pico de neurotransmisores que comentaba al principio; mientras que los bienes personales producen un nivel basal estable y duradero.

Por ejemplo, un cambio adverso en la salud reduce la satisfacción vital, y cuanto peor es el cambio en la salud, mayor es la reducción. Sin embargo, ello no significa que no se produzca ninguna adaptación. De hecho el impacto inicial en la felicidad, digamos, de un accidente o una enfermedad grave, es sin duda mayor que su impacto a largo plazo. El ajuste a una condición de discapacidad puede ser facilitado por dispositivos de salud como audífonos, medicamentos o sillas de ruedas, y por una red de apoyo social de amigos y familiares. Además, el grado de adaptación puede variar según la personalidad u otras características personales. Pero la evidencia sugiere que, incluso con la adaptación, hay, en promedio, un efecto negativo duradero sobre la felicidad de un cambio adverso en la salud. No existe una adaptación hedónica, el punto óptimo de felicidad no se desplaza hacia abajo. Los niveles de neurotransmisores no están estabilizados, y no lo estarán.

Por otro lado, desde la economía, se defiende que la felicidad depende de los ingresos mediante la teoría “más es mejor”; es decir, según los economistas, el dinero nos da la felicidad. Una de las principales implicaciones de esta teoría es que se puede mejorar el bienestar personal aumentando los ingresos propios, y que las medidas políticas destinadas a aumentar los ingresos de la sociedad en su conjunto conducen a un mayor bienestar general. Aun así, los economistas reconocen que la felicidad depende de una variedad de circunstancias además de las condiciones materiales, pero es una realidad que se ha asumido que si los ingresos aumentan sustancialmente, el bienestar general se moverá en la misma dirección. Lo cual es erróneo porque en este caso, el punto de ajuste hedónico sí se desplaza hacia arriba, y, como la carrera de la Reina Roja en Alicia en el país de las maravillas, se continúa desplazando eternamente, sin que nunca lo lleguemos a alcanzar. La “felicidad” se nos escapa entre los dedos, y nos es imposible aprehenderla. Son picos de felicidad, que tal como suben, bajan… y desaparecen.

Matrimonio, salud, familia, educación, y relaciones sociales producen un estado de felicidad duradero. Si los tenemos y son verdaderos, estamos en el punto de ajuste hedónico, este no se nos escapa hacia arriba otra vez: los niveles de neurotransmisores están estables, somos felices; si no los tenemos o si los perdemos, el punto de ajuste no se desplaza hacia abajo, no nos adaptamos y somos menos felices. Entre los 18 y los 19 años, cuando la mayoría de las mujeres y prácticamente todos los hombres aún no se han casado, su felicidad media es ≈2,1; Durante los próximos 10 años, a medida que hasta el 50% o más de una cohorte se casa, los que están casados ​​reportan niveles de felicidad significativamente más altos, en promedio, ≈2.2-2.3, mientras que aquellos que nunca se han casado permanecen en ≈2.1.

Además, las comparaciones entre estudios sugieren que la felicidad no disminuye con la duración del matrimonio. Y esto no depende de si el primer matrimonio haya fracasado. La felicidad de las personas casadas, ya sea que se hayan separado y vuelto a casar o que se sigan casadas con su primera pareja, sigue siendo significativamente más alta que la de los solteros. Además, incluso después de 35 años de matrimonio, la felicidad de quienes están en pareja sigue siendo significativamente mayor que la de sus contrapartes solteras. También se ha visto que así como el matrimonio afecta la felicidad de manera positiva, la disolución del matrimonio tiene un impacto negativo.

En resumen, la mayor parte de la evidencia sugiere que la formación de uniones tiene un efecto positivo duradero sobre la felicidad, mientras que la disolución tiene un efecto negativo también permanente. En lo concerniente a la educación, el patrón se repite: a cualquier edad dada, aquellos con más educación son más felices que aquellos con menos. Con los hijos, la salud y las relaciones sociales para lo mismo.

Con los bienes materiales, como el dinero y todo lo que podamos conseguir con él (coches, casas, viajes, ropa, etcétera), no ocurre esto. En estos casos, la adaptación hedónica se produce de manera completa, lo que implica que las aspiraciones cambian en la misma medida que las circunstancias reales de uno cambian. Y a esto se le suma la comparación social de los que -siempre- tenemos por delante. A medida que se consiguen bienes materiales, surgen otros nuevos que se quieren conseguir, y así en un in crescendo sin fin.

Según estos datos, los individuos o la sociedad en general, para conseguir un bienestar psicológico estable y duradero, debería dedicar la mayor parte de su vida a las relaciones personales, la familia y el amor verdadero, y menos esfuerzos a conseguir mayores ingresos. ¿Ocurre esto? Por supuesto que no. Al sistema económico no le importa nuestra felicidad, le importa que consumamos cada vez más, y han invertido millones de euros en convencernos de que teniendo pareja, familia y amigos NO somos felices, y que la felicidad está en los bienes materiales que ellos mismos nos venden.

Para comprar esos bienes que nos han hecho creer que nos darán la felicidad, necesitamos dinero, ingresos, y por eso dedicamos la mayor parte de nuestro tiempo a conseguir mayores ingresos, descuidando lo que verdaderamente nos traerá la felicidad duradera: la salud, la pareja, los amigos, la familia y los hijos.

Esta mala asignación de tiempo y recursos se produce porque, al tomar decisiones sobre cómo utilizar su tiempo, los individuos asumen que más ingresos, comodidad y bienes posicionales los harán más felices, sin saber que la adaptación hedónica y la comparación social entrarán en juego, y elevarán sus aspiraciones aproximadamente en la misma medida en la que lo hacen sus ganancias. Los individuos toman malas decisiones, porque no son conscientes y están completamente manipulados por el sistema a través de la publicidad.

Resultado: tenemos una sociedad infeliz, en permanente trastorno de ansiedad por conseguir una felicidad que nunca alcanzarán, lo que eventualmente les conducirá a una depresión. Montaña rusa de trastornos psiquiátricos hasta el final.

En definitiva, el dinero no da la felicidad, y lo que podamos comprar con él, tampoco. Las aspiraciones materiales están sometidas a un ajuste hedónico y una comparación social infinitas. Cuánto más tenemos, más queremos, sin nunca alcanzar un nivel de equilibrio, sin nunca alcanzar la estabilidad. Nos volvemos drogadictos del placer efímero y puntual que nos generan los ingresos, las cosas y compararnos con los bienes materiales de los demás. La felicidad se encuentra en lo personal, en la salud y en las relaciones sociales, familiares e íntimas, de calidad. Pero todo eso lo hemos olvidado y descuidado y, erróneamente, destinamos la mayoría de nuestro tiempo a obtener cosas que no nos traerán el confort. Lo cual es una pena.

Si lo que interesa es “la sociedad del bienestar”, urge la creación y activación de medidas políticas destinadas a, por una parte, educar a la población en estos términos, y por otra, a mejorar la salud, y facilitar la conciliación familiar y social. Pero claro, para eso tiene que interesar “el bienestar general”.

Julio Rodríguez es científico, biólogo, doctor en medicina molecular, psicólogo, escritor y divulgador.

Artículo publicado originalmente en:

https://www.investigacionyciencia.es/blogs/medicina-y-biologia/27/posts/el-dinero-no-da-la-felicidad-19051