El momento de resignificar valores | por Federico Delgado

Opinión

En la vida pública argentina no hay más lugar para despistados. Hay indicadores precisos que permiten captar la permanencia de un rasgo cultural heredero de la última dictadura militar de 1976/83. Me refiero al desdoblamiento del aparato institucional en un plano legal y en otro ilegal.  Durante el gobierno de facto el estado casaba personas y registraba nacimientos, a la par que secuestraba a otras en los centros de detención clandestina fuera del lenguaje de la ley, aún de las propias leyes que producía ese gobierno instituido contra la constitución nacional. La recuperación de la democracia desde 1983, convivió con el espionaje ilegal controlado directa o indirectamente por los funcionarios que ocuparon dependencias del estado.

En estos días vimos, a través de varios expedientes judiciales, como durante los últimos años se espió ilegalmente a periodistas, magistrados, dirigentes políticos (opositores y oficialistas), a referentes sociales. Además, tenemos frente a nuestros ojos imágenes que exhiben como una parte de esas tareas “territoriales” de los espías llegaban a manos de las autoridades con responsabilidades importantes con asiento en la propia casa de gobierno. Los registros oficiales de audiencias documentaron la presencia de los agentes de inteligencia en oficinas cercanas a las del ex presidente de la nación. Aunque el tema es objeto de investigación, lo que conocemos hasta estos momentos revela con nitidez como se agudizó esa práctica que atravesó a todos los gobiernos desde 1983.

Sería banalizar la discusión confeccionar un ranking acerca de cuál administración usó con mayor o menor intensidad la estructura de inteligencia de una manera ilegal. El problema es diferente y tiene que ver con un desafío para el proceso democrático vinculado a subordinar los servicios de inteligencia a la constitución nacional.  Los hechos que los ciudadanos estamos conociendo estos días suministran una oportunidad inigualable para pensar en la posibilidad de instituir mediaciones institucionales capaces de captarlos, comprenderlos y procesarlos. En los años ’80 la sociedad argentina fue capaz de articular, a través de la “Comisión Nacional Para la Desaparición de Personas”, un lugar con aquellas características que contribuyó a generar la legitimidad de los juicios a los militares que habían violado los derechos humanos y a crear lazos de pertenencia capaces de inscribir la vida política en el lenguaje de la república respecto a quienes la habían negado.

Hoy cualquier argentino puede ver la mano invisible del sottogoverno que, de acuerdo con Norberto Bobbio, remite a los poderes que viven por debajo de las instituciones formales y que permanecen en el tiempo fuera del control de lo ciudadanos. Y puede hacerlo despojado de cualquier especulación o simpatía con agrupaciones políticas, ya que el espionaje ilegal alcanzó a dirigentes oficialistas, opositores, a referentes sociales, a magistrados, a periodistas.

Esta perversión de la metáfora republicana de la representación política se convierte en un monstruo cuyas garras se entierran en lo más profundo de nuestra vida comunitaria. Si la ficción hollywoodense nos ha mostrado algo de los servicios de inteligencia, no es tanto su poder socavador de la soberanía popular sino su rol “patriótico” como garante secreto de la seguridad ciudadana frente a amenazas tácitas para el común de la gente. En la Argentina actual, difícilmente podríamos estar más lejos de esto. El peligro reside en reducir la influencia del sottogoverno a las mezquinas disputas de poder de la sedimentada clase política local. Muy por el contrario, los últimos años han constituido en una degradación absoluta del espacio donde el argentino ejerce su ciudadanía política con libertad. La necesidad de una reconceptualización del espacio de publicidad, a partir de una fuerte intervención en esta problemática, es cada día más apremiante.

Por todo esto, no se trata solamente de hacer juicios penales y sancionar a los responsables. Se trata, repito, de modificar las formas de comprender y de hacer la política para que las instituciones no se conviertan en objetos que puede usar en su provecho la coalición que ocasionalmente ocupe los roles de gobierno

Los caminos para iniciar ese proceso son múltiples. Uno de ellos tiene que ver con reorganizar y publicitar los procesos de selección de agentes, de funcionamiento y de rendición de cuentas. Pero hay otro que apunta a una dimensión moral. 

Durante muchos años las leyes fueron despojadas de sus componentes ético-políticos. De hecho, se convirtieron en herramientas utilizadas discrecionalmente por quien tuviera la posibilidad. Así, el uso de la ley se convirtió en un acto de fuerza respaldado por el estado, pero carente de legitimidad. Mediante ese sendero las estructuras de la república fueron expropiadas a las grandes mayorías y la sociedad naturalizó el hábito de violar la ley desde el estado.

Por ejemplo, la información obtenida en base al “secreto” alimentó expedientes judiciales, la prensa se nutrió de las mismas fuentes y muchas personas fueron humilladas. Otras se acostumbraron a que se viole el derecho a una información veraz. En síntesis, en la vida pública se toleró vivir en base a reglas de la ley positiva y bajo el temor brumoso de la aparición de los “servicios”, como pasaba en la dictatura.

Esta dimensión ética, entonces, depende del compromiso de los ciudadanos en general y de los dirigentes en particular, de estructurar la vida social en base a valores republicanos como lo exige el artículo 1 de la constitución. En medio de una conmoción que sacude a todo occidente por la pandemia, los argentinos tenemos la chance de desarrollar un programa republicano democrático capaz de construir un espacio público que supere el maridaje entre lo legal y lo ilegal, que expropió a las grandes mayorías la capacidad de hacer efectivo el derecho a la existencia como presupuesto de la libertad y la igualdad. Esta decisión, entre otros factores, depende de decir otra vez: Nunca Más.

Federico Delgado es abogado y politólogo. Es fiscal federal de la República Argentina, docente universitario y autor de “Injusticia. Un fiscal federal cuenta la catástrofe del poder judicial” (Ariel, 2018) y “La cara injusta de la justicia” (Paidós, 2016).

Fuente: www.sinpermiso.info, 21-6-2020