El problema del odio ha adquirido una nueva relevancia pública con la jornada “¿Qué hacemos con los discursos de odio?” organizada por el colectivo Agenda Argentina con la participación de varios funcionarios y un cierre a cargo del Jefe de gabinete, Santiago Cafiero.
Se trata de una iniciativa que se integra, en cierto modo, a la maquinaria de propaganda oficial. Y sin embargo, en la medida en que se enlaza con una temática más amplia, la lucha contra la discriminación y la negación de derechos, vale la pena indagar y pensar la figura del odio y, sobre todo, sus usos.
Cabe precisar mejor el problema. Ante todo, el odio no ha formado parte de las pasiones políticas clásicas, el miedo o la esperanza. En esa tradición, el odio deriva del miedo y ha sido menos reconocido entre los afectos que tiñen la vida pública. En la historia contemporánea, el “odio” en la política y en las sociedades emerge como problema asociado al papel de los prejuicios en la era de los fascismos. El marco de referencia explícito era la guerra y, sobre todo, el genocidio judío. Hacia 1950 se publicaban los estudios sobre el prejuicio de Gordon Allport y la serie de investigaciones sobre las bases psicosociales del autoritarismo: La personalidad autoritaria, una obra colectiva coordinada, entre otros, por Theodor Adorno. Era una mixtura del pensamiento de la Escuela de Frankfurt con los recursos de la psicología social empírica. El libro tuvo un gran impacto inmediato aunque no efectos duraderos. La investigación académica buscaba reunirse con un compromiso político y ético en favor de la prevención de las guerras y las masacres colectivas. Por supuesto formaba parte de la agenda de la pax americana y se asociaba con la creación de la ONU y el objetivo global de la paz mundial. Lo importante es que entre las condiciones de la guerra destacaba el papel de las conductas o las creencias que llevaban a la discriminación y la violencia contra comunidades o grupos: la paz debía ser también una construcción subjetiva. Por ejemplo, en el documento de fundación de la UNESCO se postula la tesis de que las guerras comienzan en la mente de las personas.
Caben dos observaciones. Primero, el prejuicio y sus efectos, el odio entre ellos, no eran simplemente proyectados sobre las sociedades que habían sostenido las experiencias fascistas, sobre todo Alemania. Se buscaba indagar las bases psicosociales de una “personalidad autoritaria” o “fascista” en la propia sociedad norteamericana. Segundo, alrededor del autoritarismo como una formación de actitudes y creencias se construía un repertorio de problemas para la investigación: el papel del etnocentrismo en los prejuicios, las identidades religiosas y políticas, los estereotipos de género (la masculinidad, por ejemplo), las visiones de la familia, la infancia y la adolescencia, etc. Basta hojear el índice de libro compilado por Adorno para ver hasta dónde se extendía la categoría del prejuicio y el autoritarismo para indagar e intervenir sobre los problemas de la sociedad. Por supuesto, era un tiempo anterior a las luchas por los derechos civiles en los EEUU: el antisemitismo era más importante que el racismo y la discriminación de las minorías negras o latinas.
En fin, no pretendo retomar esas ideas. Sólo quiero señalar el marco de justificación necesario para situar una preocupación política y ética por el papel de las creencias y las pasiones en la vida social; en la medida en que se admita que la democracia no es sólo un régimen sino una forma de sociedad que requiere ciertos componentes subjetivos y morales.
¿Cuál es el problema, hoy, con el odio, que pueda ser equivalente a lo que era la amenaza de la guerra y los genocidios hacia 1950? Es la primera pregunta, que por supuesto debe aplicarse a las condiciones particulares de la política y la sociedad argentinas. Y francamente permanece sin respuestas para mí.
Comencemos por lo obvio. El afecto del odio (como el amor) es parte inherente a la vida humana y social. Y es un componente irreductible de los conflictos sociales y políticos. El propósito de edificar una comunidad sin odios no es nuevo y ha alimentado las visiones religiosas y las fantasías de la política. Freud (ese gran aguafiestas de las ilusiones colectivas), señalaba, a propósito del programa comunista, que la reducción de las pulsiones agresivas (del odio, si se quiere) en una soñada sociedad sin clases seguramente requeriría de la creación de enemigos externos y la proyección de la agresión fuera de la propia comunidad. En efecto, como se verá, el programa de eliminar el odio en la política se ha correspondido en general con propósitos más o menos totalitarios de uniformidad social y proyección del odio fuera del propio grupo.
Discursos de odio
Creo entender que con “discursos de odio” se hace referencia a una acción concertada, sistemática, una incitación pública a ejercer la violencia contra un grupo o una minoría. En ese caso, cobra sentido en el marco de una cultura de los derechos humanos y tiene como antecedentes los crímenes colectivos y los genocidios modernos. Es más claro cuando es un discurso asociado con lo que se llama “crímenes de odio”, en los que intervienen de modo evidente prejuicios raciales, étnicos, de nacionalidad u orientación sexual. En la ciudad de Buenos Aires existe un Observatorio nacional de crímenes de odio LGBT con informes anuales sobre diversas violencias, incluso institucionales, de fuerzas de seguridad y del propio sistema judicial, contra lesbianas, gay, bisexuales y trans.
Más en general, da cuenta de una forma extrema de discriminación que promueve o incita a la violencia, el hostigamiento y la denegación de derechos contra determinados grupos: judíos, negros, inmigrantes africanos, etc. Se trata de colectivos especificados, vulnerables, con una historia de violencias sufridas, que han sido objeto de discriminación. Por otra parte, los propios colectivos han contribuido a hacer visibles esos agravios a partir de su propia organización y de sus luchas. Lo que me interesa destacar es que el discurso del odio se convierte en un problema de acción pública cuando es un componente de prácticas de discriminación y violencia, en la sociedad pero también en el Estado y las instituciones. Por otra parte, la denuncia y la sanción de los crímenes de odio está contemplada en declaraciones, pactos y estatutos del sistema internacional de derechos humanos.
No se trataría, entonces, de desterrar el odio de la sociedad y de la política (una empresa imposible), sino de prevenir y eventualmente castigar conductas de discriminación, de exclusión, de negación de derechos, que cambian según los países y las circunstancias: el “Black lives matter” es una denuncia del racismo y sus componentes de odio y violencia con un sentido particular en los EEUU en la medida en que retoma violencias y luchas de muchas décadas. De modo que para hablar de discursos de odio hay que considerar creencias y conductas que dependen de los prejuicios y los patrones de discriminación implantados en cada sociedad. Lo que no cambia es el estereotipo y la discriminación sistemática.
Si el discurso del odio debe ser señalado como problema, entonces, es por las acciones que promueve, en la medida en contiene, en germen se puede decir, un crimen de odio y que, en el límite, busca la eliminación del grupo o el colectivo estigmatizado. Hay dos rasgos que destacar. Primero, que el propósito que promueve la acción, que en el límite es un delito, es más o menos explícito; y, segundo, que se promueve contra colectivos históricamente discriminados, estigmatizados y vulnerables. Se busca lesionar a un colectivo, así sea imaginario, a través de la violencia contra una persona determinada.
Los usos políticos del odio
Lo anterior sirve de preámbulo para una discusión seria sobre la aplicación del “discurso de odio” a los conflictos sociales y las identidades políticas. Una extensión generalizada que proyecta el odio sobre todos aquellos a quienes un grupo rechaza sirve ante todo para cohesionar al propio grupo. O puede servir como un motivo para el control social y la represión de la disidencia.
Ese uso político puede alcanzar límites criminales cuando se implanta desde un Estado sin controles ciudadanos. La “Ley contra el odio”, fue sancionada por unanimidad por la Asamblea Nacional Constituyente de Venezuela (un órgano que no está facultado para sancionar leyes) en 2017. Castiga los “mensajes de odio” con sentencias de hasta 20 años de cárcel. Fue aplicada a disidentes, a ciudadanos que participaban de protestas, a otros que difundieron caricaturas de Nicolás Maduro.
La ley fue denunciada por Comisión Interamericana de los Derechos Humanos porque viola declaraciones y pactos internacionales. Salta a la vista la paradoja: la figura del “odio” y de los crímenes de odio que nacieron como un modo de amparar violaciones a los derechos humanos, sancionados por el sistema internacional, termina siendo usada para violar esos mismos derechos fundamentales. Por supuesto, las dictaduras totalitarias, en el pasado y en el presente, no han necesitado recurrir al odio para imponer leyes que cumplen el mismo propósito y reprimen conductas como la traición a la patria, las actividades contrarrevolucionarias, la propaganda contra el Estado o la conducta antisocial.
De modo que, una discusión de los usos políticos de los “discursos de odio”, abordada desde la defensa de los derechos y las libertades, ante todo debe preguntarse contra quiénes se dirigen las denuncias y a que grupo o facción sirven. Una pregunta que se hace todavía más acuciante si las iniciativas contra el odio nacen del Estado, o de un colectivo oficialista como Agenda Argentina. No hace falta decirlo, las iniciativas políticas desde el Estado antes que a la virtud apuntan a legitimar y consolidar el poder, sobre todo en una coyuntura de dificultades y movilizaciones opositoras.
Si se apunta al odio en la sociedad, entonces, hay que distinguir claramente lo que puede legítimamente llamarse una “política del odio” –que supone acciones orquestadas, grupos reunidos detrás de un programa, agentes y dispositivos con bases institucionales– de las expresiones y conductas que traducen conflictos y enfrentamientos que son parte inherente de la vida política. Es claro que en un espacio político en el que los conflictos se traducen en confrontaciones de trinchera hay expresiones de odio: a favor o en contra del gobierno, de las movilizaciones sindicales, estudiantiles o de movimientos sociales. En una sociedad polarizada, hay odios de derecha y de izquierda, peronistas y antiperonistas, por y contra la legalización del aborto. Pero no hay evidencias de que esos rasgos alcancen para denunciar a mayorías o grupos significativos como agentes concertados. Es lo que Roberto Gargarella expone y justifica en su crítica a un artículo de José Natanson.
Fuera de los casos bien definidos, ante todo por los propios grupos que han sido víctimas de la discriminación, salta la vista el carácter instrumental de los usos políticos de la agenda del odio. En las denuncias conocidas el repertorio de las víctimas del odio se extiende e incluye a los adolescentes, las vacunas y el uso del barbijo, las trabajadoras sexuales, piqueteros, pueblos originarios, etc. Lo menos que puede decirse es que una yuxtaposición sin conceptos impide cualquier estudio serio de los problemas. Es obvio que hay rechazo y eventualmente desprecio u odio en las relaciones conflictivas entre grupos sociales, religiosos, etarios, ideológicos. Hay prejuicios y estereotipos en los conflictos de la vida social. Lo novedoso es pensar que se pueden aplastar las diferencias en las condiciones y en los procesos que sustentan esos prejuicios bajo la categoría onmiabarcativa del odio. El riesgo está a la vista: la banalización, los clichés y la reiteración invertida de los mismos estereotipos.
Además de instrumental, la apelación al odio suele ser recíproca. En las reyertas políticas o amorosas es habitual que el odiador y el odiado intercambien papeles. Veamos el caso de los adolescentes y los jóvenes: es cierto que hay prejuicios que pueden llevar a la discriminación contra ellos, tanto como que las agresiones y la intolerancia (el bullying, por ejemplo) son bastante frecuentes entre adolescentes. No hay ningún fundamento serio para convertirlos en un colectivo vulnerable e históricamente discriminado.
Sin dudas, hay discursos públicos agresivos, llenos de prejuicios y estereotipos en la sociedad: contra los llamados “piqueteros”, la policía, los empresarios, los sindicalistas, el periodismo. En los márgenes de la sociedad, en el espacio de la pobreza, de los trabajadores informales y sin derechos, de familias carenciadas, cunden las expresiones de la estigmatización y la discriminación. ¿Qué decir sobre el odio y los pobres? En principio, en la experiencia en barrios populares, en villas y en asentamientos se hace difícil aplicar un esquema que reduzca el odio a la lucha de clases. Puede haber situaciones de pobreza y marginación social en las que el odio hacia un colectivo específico se desata con más violencia y menos controles. Pero es obvio que hay odio y discriminación entre pobres. Y las violencias basadas en el estereotipo contra determinados grupos (inmigrantes de piel oscura, trans, trabajadoras sexuales) es bastante frecuente. Negar esos problemas y convertir a los pobres en un puro objeto del discurso de odio, no sólo equivoca el diagnóstico sino que al reducir esas violencias a la lucha de ricos contra pobres termina reafirmando otros estereotipos. Y desvía las preguntas por las responsabilidades. Si se trata de actuar contra el odio que incita las violencias afincadas en los sectores populares (social, policial, de género, etc.), el énfasis en el “discurso” puede servir para disimular el papel de las dirigencias políticas y las agencias estatales en la producción y consolidación de la desigualdad y la negación de derechos, en las carencias materiales y simbólicas, en la explotación, la corrupción y la manipulación política, que son las condiciones materiales de la exclusión y la discriminación.
Finalmente, los usos políticos de odio, tal como lo señalaba Freud, se plasman en la construcción del enemigo como sustento de la unidad y la pertenencia a un partido o facción. Podría considerarse como una forma moderna de rasgos señalados en el tribalismo. Son recursos habituales de la retórica y la propaganda que arrasan con las complejidades y los matices. Algo de eso quedó expuesto en la jornada organizada por la agrupación oficialista Agenda Argentina, en la mesa sobre “El odio en la Argentina”. El foco puesto en el peronismo como objeto de sentimientos y discursos de odio obviamente insiste en los tópicos fijados de la propia historia, que es parte de su identidad: los opositores que celebraban la enfermedad de Evita o los bombardeos a Plaza de Mayo, o quienes acuñaron la expresión “cabecita negra”. La crónica de las violencias verbales y los odios sufridos por el peronismo es conocida. El problema es que una memoria fijada en los agravios padecidos suele ser incapaz de evocar y hacerse cargo de las violencias ejercidas. Una mirada histórica es otra cosa. Hubo discriminación y odios ejercidos por el primer peronismo (el fascismo de los coroneles, el macartismo, las huelgas aplastadas, la masacre de los pilagá, la prisión contra los opositores…) y más recientemente, contra comunidades aborígenes en Formosa o Chaco, o en el accionar policial en zonas populares del Gran Buenos Aires gobernadas mayormente por el peronismo en los últimos 35 años. Y por supuesto, hubo odio, y no sólo discurso sino crímenes, en las acciones de la guerrilla peronista, celebrada por una funcionaria del INADI en la Jornada.
Dos conclusiones tentativas. Primero, no veo la ventaja de ampliar la categoría del “discurso de odio” a los prejuicios y estereotipos que han acompañado las luchas políticas y sociales, menos en un escenario polarizado como el actual. Esa calificación puede caber cuando está en el origen de un delito contra un grupo vulnerable y previamente estigmatizado. Incluso conductas particularmente odiosas, como promover públicamente un certamen de escupidas contra retratos de periodistas críticos del gobierno, que llevan a un límite la pelea en el barro político, no configuran, en mi consideración, un discurso de odio. Eso sucedió, como es sabido. Más allá de si esa conducta configuraba un delito, en la medida en que no se dirigía a un grupo perseguido o vulnerable, lo importante es advertir que fue la respuesta de los mismos periodistas (que saben y pueden defenderse), de la opinión independiente y de diversas expresiones de la oposición, la que impidió que el episodio se repitiera.
Segundo, lo más preocupante son los usos políticos en los que siempre los odiadores (como el Infierno para Sartre) son los otros. Y que ha servido de motivo o justificación para perseguir la disidencia, promover la uniformidad social y el unanimismo político. Seguramente casi nadie en las cúpulas del poder y del Estado argentino esté pensando en una Ley contra el odio como la que se aplica en Venezuela. Pero cuando el odio es esgrimido como motivo de intervención desde el Estado se justifica la sospecha y la prevención. Sobre todo cuando funcionarios y dirigentes se ocupan públicamente de descargar en la oposición o en la prensa toda la responsabilidad por el desorden que denuncian. Si es cierto que hay expresiones de fanatismo, provocaciones y palabras cargadas de odio en movilizaciones de la sociedad, en los medios y las redes sociales, algo es seguro, los usos políticos del odio son siempre peores y más peligrosos cuando provienen del Estado. No estamos bien en materia de convivencia y civilidad democrática, pero las intervenciones desde el poder siempre pueden llevarnos a estar peor.
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Hugo Vezzetti es profesor de la Universidad Nacional de Buenos Aires (UBA) e investigador del Conicet.