“Yo, el abajo firmante, comandante de las fuerzas argentinas de aire, mar y tierra, en las Islas Malvinas, M.B.M. (Mario Benjamín Menéndez), me rindo ante el general de brigada, J. J. Moore, C.B.O.B.E.,M.C., como representante del gobierno de Su Majestad británica”.
Con esas escuetas y contundentes palabras, el militar de apellido ligado a las dictaduras argentinas firmó la capitulación en una guerra que duró 74 días, que se llevó las vidas de 649 argentinos, entre conscriptos, suboficiales y oficiales, y que dejó a 1.650 efectivos heridos, varios de ellos lisiados de por vida y otros que terminaron suicidándose al no poder soportar las secuelas del conflicto ni el olvido.
Mario Menéndez, el hombre taciturno, estrictamente peinado a la gomina, aquel que ya en democracia viajaba en colectivo tratando de pasar inadvertido y lo lograba, aquel que estuvo en el Operativo Independencia desplegado para “aniquilar a la subversión” y que, pese a ser acusado de delitos de lesa humanidad fue salvado por la muerte de una condena, no fue obviamente la única cara visible de la derrota y la humillación.
Su imagen como ícono de la rendición -igual que las de los jerarcas de la dictadura militar de entonces, con Leopoldo Galtieri a la cabeza- fue ampliamente superada por la de Alfredo Astiz, quien poco menos de un mes antes se había arrodillado ante los oficiales británicos en un buque de la “Rubia Albion” y rubricó con la cabeza gacha un acta de rendición sin haber disparado un solo tiro de resistencia.
La misma cobardía que mostró al entregar subrepticiamente a Madres de Plaza de Mayo infiltrándose entre ellas como familiar de desaparecidos, o al asesinar a la adolescente sueca Dagmar Hagelin.
Astiz fue un “niño mimado” de la dictadura y aun en la posguerra intentó salvárselo en el Informe Rattenbach, con alteraciones en parte del capítulo referido a sus responsabilidades, lo que molestó al jefe del grupo que elaboró ese documento de revisión de la guerra ordenado por las propias FFAA, el general Benjamín Rattenbach.
Tres días antes de que la dictadura admitiera por escrito la derrota, el papa Juan Pablo II había estado en la Argentina. El pueblo católico lo acogió con veneración y esperanza, mientras los usurpadores del poder hacían sus lecturas, pero a sabiendas de que el final del proceso dictatorial iniciado en 1976 era inevitable e irreversible.
Más aún con el antecedente del endurecimiento de la postura de Margaret Thatcher, en alianza con el presidente estadounidense Ronald Reagan, tras serios daños infligidos por las fuerzas argentinas a varias e importantes naves de la flota británica, con el HMS Sheffield como caso emblemático.
La rendición
En los días previos al 14 de junio de 1982, las expectativas y el triunfalismo en el continente, especialmente en la lejana Buenos Aires, menguaban de modo acelerado, en la misma proporción en que empezaba a debilitarse dramáticamente la defensa de las tropas argentinas en Puerto Argentino, capital de Malvinas.
En una decisión que podría inscribirse en una de las poquísimas medidas racionales, Menéndez concluyó que los soldados argentinos no podían ganar y que seguir tratando de resistir era sinónimo de más muertes.
Entonces se comunicó con la Junta Militar y recibió la respuesta acorde con la irracional lógica que dominaba la mente de Galtieri: no rendirse y contraatacar. Para ello, apelar a los Regimientos de Infantería 3 y 25.
Y a la vez le ordenó no firmar documento alguno y, en caso de tener que retroceder, ni hablar de rendición sino de retiro de tropas. Como si fuera un juego de mesa.
En las últimas horas del 14 de junio de 1982 Menéndez arregló con el comandante de las fuerzas terrestres británicas, el mayor general Jeremy Moore y un minuto antes de la medianoche firmaron el documento en el que acordaron el cese de los combates.
Menéndez tuvo un pequeño último logro después de todo aquel dislate histórico, quizás pensando más en esos réditos personales que pueden quedar para algún libro posterior, pero que de ningún modo permitía regodearse en medio de la frustrada recuperación del territorio argentino usurpado y una ristra de casi 700 cadáveres: en el texto no figuraba la expresión “rendición incondicional”, sino solo la palabra “rendición”.
Moore también concedió que las unidades argentinas retuvieran sus banderas, que la ceremonia de rendición fuera privada y que los oficiales argentinos mantuvieran sus armas de mano.
No fue negociada la devolución de algo más de 11 mil prisioneros de guerra en sus barcos y algo más de cuatro mil fueron repatriados a la Argentina en el transatlántico Canberra, un buque que fue construido en Irlanda del Norte que operó entre 1961 y 1997 y que en 1982 fue utilizado para transportar las tropas inglesas desde el Reino Unido a las Malvinas.
En la firma del documento, además de Menéndez y Moore, estuvieron el capitán de navío Melbourne Hussey por la Armada Argentina, quien ofició de traductor; el vicecomodoro Carlos Bloomer-Reeve, de la Fuerza Aérea Argentina; el vicecomodoro Eugenio Miari, también de la Fuerza Aérea Argentina, como asesor legal; el capitán Rod Bell, de la Marina Real inglesa; el lugarteniente-coronel Geoff Campo, de Ingenieros Reales, y el coronel Brian Pennicott, de la Artillería Real, entre otros oficiales.
A la Argentina se le confiscaron 100 camiones Mercedes-Benz de diversos modelos, 20 Unimogs, lanzadores de proyectiles diversos, incluido uno de misiles Exocet; cañones, radares, 14 helicópteros (varios de ellos Chinook), 10 aviones Pucará, armas cortas y largas (11 mil fusiles) y cuatro millones de municiones. Hubo soldados que tuvieron un postrer gesto de honor y orgullo, e inutilizaron sus equipos antes de la rendición.
La investigación
En la posguerra se creó la comisión para evaluar las acciones de guerra, fundamentalmente las responsabilidades de los militares que dispusieron tomar Malvinas, la estrategia y las tácticas en el conflicto.
Ese grupo de trabajo estuvo comandado por el teniente general Benjamín Rattenbach, del Ejército, a quien acompañaron el general de división Tomás Sánchez de Bustamante; el almirante Alberto Vago, el vicealmirante Jorge Boffi, el brigadier general Carlos Rey y el brigadier mayor Francisco Cabrera.
Muchas de las conclusiones fueron lapidarias y hasta se recomendaron sanciones que en algunos casos contemplaban la pena de muerte para algunos de los responsables de las FFAA argentinas.
El informe se mantuvo en secreto y, como se ha dicho, tuvo alteraciones, según reveló muchos años después un familiar del propio Rattenbach. La expresidenta Cristina Fernández de Kichner decidió desclasificarlo y hoy puede ser consultado por cualquier persona.
Las condenas sugeridas en el informe se convirtieron en papel mojado y las penas aplicadas fueron mucho menores, aunque hubo algunos de los cuestionados, como Astiz, que no pudieron eludir la piqueta de la justicia por haber cometido crímenes de lesa humanidad y terminaron tras las rejas por sus acciones contra la población argentina como mano ejecutora de la dictadura.
Las repercusiones
En cuanto a la reacción popular, tras la rendición hubo un “deja vu” de ciertos hechos ocurridos casi dos meses y medio antes. El 30 de marzo la gente había protestado en la Plaza de Mayo contra la dictadura y sufrido una brutal represión. El 2 de abril, en el mismo escenario, se habían lanzado vítores por la recuperación de “la hermanita perdida”, como bautizó a Malvinas don Atahualpa Yupanqui.
Tras el 14 de junio, luego de una convocatoria de Galtieri en la que se negó a hablar de rendición, el pueblo volvió a hacer sentir su indignación.
El diario español El País describió de manera certera esas jornadas. Una impecable crónica del 16 de junio de 1982 firmada por Juan González Yuste decía que “apenas recuperados del estupor que les produjo su fulminante derrota en las islas Malvinas, los argentinos comienzan a pedir detalles y responsabilidades de esa desastrosa aventura militar”.
“Un vago discurso del general Leopoldo Galtieri, en el que no informó de la capitulación de sus tropas ante las británicas, y la brutal represión de una manifestación de protesta iniciada en la Plaza de Mayo y extendida a todo el centro de Buenos Aires han sido hasta ahora las únicas respuestas”, continuaba.
“‘Los chicos murieron, sus jefes los vendieron’, empezó a corear la multitud, que portaba algunas pancartas en las que se pedía proseguir la lucha y no rendirse a los ingleses. Los manifestantes fueron acercándose paulatinamente hacia la puerta principal de la Casa Rosada y arreciaron los improperios y los insultos irreproducibles contra el general Galtieri. ‘Se va a acabar, se va a acabar la dictadura militar’, era uno de los eslóganes más gritados por los cada vez más enardecidos manifestantes”, describía González Yuste.
Y decía que “algunos jóvenes arrojaron monedas contra la policía, que repentinamente cerró las puertas del palacio presidencial y cargó sin previo aviso contra los manifestantes. Las estelas rojas de las bombas de gases lacrimógenos surcaron en seguida el cielo de la Plaza de Mayo, mientras la multitud se dispersaba entre empujones y caídas. La rabia popular estalló entonces”.
Una verdadera fotografía escrita añadía: “Por lo menos cuatro autobuses de transporte público y varios automóviles fueron quemados por los manifestantes, que levantaron barricadas, encendieron hogueras y destrozaron numerosos escaparates en toda el área”. Y mostraba la contracara: “Las armas de fuego fueron empleadas también por las fuerzas antidisturbios, sin que se tengan datos del número de heridos. Según algunas versiones, alguien, quizá un francotirador, disparó contra la policía e hirió por lo menos a un agente. Desconocidos de paisano que viajaban en un automóvil Ford Falcon blanco ametrallaron un autobús, sin que se produjeran víctimas. No se facilitó una cifra oficial de detenidos, pero se estiman en 150 como mínimo”.
“La desafortunada ocurrencia de convocar al pueblo en la Plaza de Mayo parece haberse debido al propio general Galtieri. Los disturbios de ayer fueron los más importantes registrados en Argentina desde que, hace seis años, se estableció la dictadura”, sostuvo con certeza el corresponsal del diario ibérico.
Sin quedarse corto, relataba que “hubo también escenas patéticas, protagonizadas por familiares de soldados muertos en la guerra o por personas que desconocen la suerte corrida por sus hijos o hermanos. Junto a la catedral metropolitana, una mujer de mediana edad lloraba y daba gritos desgarradores: ‘Me mataron a mi hijo en las Malvinas'”.
Tras reproducir algunas expresiones de ocasión de Galtieri, equivalentes a excusas y manotazos de ahogado, González Yuste decía que “dos días después de finalizados los combates en las Malvinas, el pueblo argentino no conoce todavía los términos en que se produjo la rendición de los defensores de las islas. De hecho, no sabe oficialmente que hubo rendición, ya que se habla de “acuerdo de alto el fuego y de retirada de tropas”.
“El país tampoco sabe por qué se rindió el general Mario Benjamín Menéndez, antiguo jefe de operaciones contra la guerrilla en la provincia de Tucumán y a quien todos creían dispuesto a una defensa numantina de la capital del archipiélago. Nadie del Gobierno o de la Junta Militar ha dado una explicación al pueblo de lo que ha ocurrido y de lo que va a ocurrir”, agregaba, lapidario.
“Una profunda crisis política está, evidentemente, abierta en Argentina”, sostenía el corresponsal, y se hacía eco de las versiones de las posibles renuncias y reemplazos, incluso del propio Galtieri.
“Los rumores y las reuniones de políticos y militares han convertido a Buenos Aires en un hervidero. Un hervidero en el que se cocina algo”, sentenciaba finalmente.
Vaya si se cocinó algo.
De esa guerra tremenda y trágica -en rigor, trágica como cualquier guerra- y de ese hervidero derivó poco después, a pesar de los altos costos, el maravilloso plato de la democracia.
Y también la conclusión de que aquellos jerarcas, de los cuales muchos supieron matar en tinieblas y por la espalda y no de frente, se rindieron cobarde e incondicionalmente. Pero el pueblo no.
Luis Tarullo, periodista judicial.