Una herida que no cierra | por Alejandro Iuliani

Opinión Villa Constitución

La función de esta noche en la Sala San Martín de Villa Constitución dejó al público sin aliento. Muerde, el unipersonal interpretado por Luciano Cáceres y escrito y dirigido por Francisco Lumerman, es un ejercicio escénico de alto voltaje emocional, construido sobre la crudeza de un relato fragmentado y la potencia irrebatible de un cuerpo expuesto en su límite. Cáceres encarna a René, una criatura herida, acorralada por el abandono, el desamor y una infancia convertida en ruina. Lo hace con una entrega actoral que no se ve muy seguido: sin red, sin adornos, sin pausa.

La obra propone un recorrido de 50 minutos por la mente de un hombre que no entiende —o no puede aceptar— cómo llegó hasta donde está. Hay sangre, sí. Pero la herida es más profunda que la que mancha la ropa: es la de alguien a quien la sociedad convirtió en desecho humano antes de que pudiera aprender siquiera a hablar su dolor. En ese sentido, Muerde no se limita al retrato psicológico: es una pieza de acusación silenciosa, donde la ausencia de empatía y la negación de los vínculos producen monstruos no por su maldad, sino por su tristeza desbordada.

El trabajo de Cáceres es inmenso. No actúa, habita. Desde el primer segundo en escena su cuerpo encorvado, sus manos sucias, su mirada desconectada, construyen un universo verosímil y aterrador. Alterna con destreza entre el balbuceo torpe y el estallido visceral; su voz tiembla, se rompe, se calla, y cada silencio suyo es más elocuente que una frase. La fisicidad que impone al personaje transforma el espacio escénico en una prolongación de su encierro mental. No hay en su actuación ni una nota falsa: todo en él respira verdad, incluso cuando lo que dice resulta inconcebible.

Lumerman escribe con una economía de palabras que estremece. No hay explicaciones ni moralejas. El espectador debe reconstruir, como pueda, el rompecabezas de una vida marcada por la omisión y la violencia. Hay ecos de tragedia en ese personaje encerrado en un taller de ataúdes, confinado por la misma familia que debería haberlo salvado. La obra recuerda, inevitablemente, a ciertos mitos antiguos: Edipo, marcado por el abandono y empujado a un destino ineludible; o incluso Filoctetes, el héroe griego aislado en una isla, pudriéndose en su herida, condenado por los suyos al olvido. En René, ese pasado trágico se reescribe en clave contemporánea: no hay oráculos, solo el silencio espeso de quienes prefieren no ver.

El dispositivo escénico es mínimo pero eficaz: una mesa, algunas herramientas, aserrín en el suelo. Todo está al servicio del relato. La luz es cruel, como un foco interrogador; el sonido, apenas sugerido, potencia la angustia. Pero lo que sostiene el montaje es la construcción interior de ese ser solitario que se debate entre la necesidad de ser amado y la certeza de que fue descartado para siempre.

Muerde no es una obra fácil. No busca agradar, ni conmover con recursos sentimentales. Va más allá: interpela, raspa, deja marcas. Y lo hace con una madurez estética que honra al teatro como arte de la presencia y del riesgo. Lo que vimos esta noche no fue solo una gran actuación —que lo fue—, sino también una lección de cómo la escena puede abrir preguntas fundamentales: ¿Qué hacemos con aquellos a quienes no queremos mirar? ¿Qué responsabilidad tenemos frente a la exclusión? ¿Qué voz le damos al dolor cuando no se parece al nuestro?

Luciano Cáceres termina la función con el cuerpo exhausto. El público lo despide con un aplauso largo, agradecido. No por haber sido testigo de un espectáculo —que también—, sino por haber sido invitado a ver, aunque sea por un rato, lo que duele cuando nadie escucha.


Alejandro Iuliani es periodista, actor y director teatral; editor del diario digital El Tigre de Papel y director de Radio X, de Villa Constitución (Santa Fe), emisora integrante de Cadena Regional.