El peronismo es una de las grandes pasiones argentinas, capaz de generar odios irrefrenables tanto como amores profundos y duraderos. Motivo, siempre y en todo lugar, de acaloradas discusiones e inagotables debates. Un fenómeno, qué duda cabe, muy difícil de domesticar para historiadores y sociólogos. Aún así, les propongo intentarlo. Hagamos el esfuerzo de dejar de lado por unos minutos nuestras posturas para hacer un breve recorrido por los años del llamado “peronismo clásico”, desde las jornadas previas al 17 de octubre de 1945 hasta el golpe de estado de 1955. Contengamos el deseo de adjetivar y decir “nuestras verdades” para volver a hacernos algunas preguntas básicas: ¿Cómo llegó Juan Domingo Perón al poder? ¿Cuál era la situación política previa del país? ¿Quiénes lo apoyaron y por qué? ¿Qué políticas económicas y sociales se impulsaron entre 1946 y 1955? ¿Qué resultados produjeron? ¿Quiénes y por qué decidieron derrocar al gobierno? ¿Cómo lo lograron? Tal vez me entusiasmé demasiado. No vamos a poder responderlas todas pero hagamos el intento.
El peronismo antes del peronismo
El año 1943 puede ser un buen comienzo. El 4 de junio de ese año se produjo un golpe de Estado liderado por los sectores nacionalistas e industrialistas del Ejército. Entre los militares que participaron del golpe estaba el por entonces coronel Juan Domingo Perón, perteneciente al Grupo de Oficiales Unidos (GOU). El GOU era un grupo de sectores medios y bajos del Ejército preocupados por el futuro de la industrialización. Temían que, una vez acabada la protección generada por el conflicto bélico, el proceso de sustitución de importaciones entrara en crisis, ocasionando fuertes conflictos sociales y el avance del comunismo en los sindicatos. Un escenario que se había vivido al final de la Gran Guerra en 1919. Por otro lado, a comienzos de los años cuarenta, tras una década de fraudes electorales, la política tal como se la practicaba no despertaba demasiadas expectativas ni gozaba de mucha legitimidad.
Por esos días, Perón era todavía una figura de segundo orden, aunque su prestigio creció velozmente en las clases populares debido fundamentalmente a su actuación al frente de la Secretaría de Trabajo.
Les doy un dato nada más: entre 1944 y 1945 se celebran más de 700 convenios colectivos con la aprobación de Perón. Asimismo, cuestión para nada menor, Perón se preocupó personalmente de que hubiera un control mucho más estricto sobre el cumplimiento de los contratos y las jornadas laborales. En 1945, además, el gobierno militar estableció las vacaciones pagas, el aguinaldo y sancionó el Estatuto del Peón, que fijaba derechos para los trabajadores rurales. Todo esto se tradujo en una mejora sensible de la situación de las clases populares y en un apoyo creciente de los sindicatos al gobierno. El poder de Perón aumentó significativamente y, en breve, su nueva situación se reflejó en la acumulación de diferentes cargos, entre ellos el de Ministro de Guerra y el de Vicepresidente. Su ascenso, no obstante, profundizó las tensiones en la coalición militar y, en octubre de 1945, los sectores opuestos a su política sindical ganaron la pulseada y lograron su destitución. Como había ocurrido con Hipólito Yrigoyen, Alvear y tantos otros dirigentes radicales después del golpe de estado de 1930, fue enviado a la prisión de la isla Martín García.
Por esos días, nada hacía prever lo que ocurriría y Perón se preparaba para abandonar la actividad política. Su encarcelamiento, sin embargo, desató una fuerte reacción popular. La CGT llamó a un paro general para el día 18 de octubre, pero el 17 se produjo una enorme movilización a la Casa de Gobierno para exigir la liberación de Perón, animada por los comités de huelga, los dirigentes sindicales y los propios trabajadores. La magnitud de la movilización sorprendió a los militares, quienes ante el riesgo de un desborde de la multitud decidieron liberar a Perón. Poco después, sus palabras desde el balcón de la Casa Rosada marcaron el surgimiento del peronismo como movimiento político.
Del 17 de octubre a las elecciones de 1946
Gracias a la movilización obrera, apenas unos meses después, Perón ganó las elecciones encabezando la candidatura del Partido Laborista, una estructura política creada por los dirigentes sindicales en la coyuntura de las elecciones. La integraban sectores del radicalismo descontentos con el rumbo que había tomado su fuerza política, restos de los partidos conservadores provinciales y dirigentes e intelectuales de diferente origen ideológico: socialistas, católicos sociales, comunistas, incluso trotskistas.
Los opositores se nuclearon, a su vez, en una coalición denominada Unión Democrática, compuesta por los principales partidos existentes hasta entonces. Desde el radicalismo y el socialismo hasta el comunismo, pasando por la democracia progresista. En el contexto de la posguerra, la Unión Democrática, concebida por muchos dirigentes como una continuación de los frentes antifascistas de los años treinta, planteó su campaña precisamente en esos términos bipolares. Como la lucha de la democracia contra el totalitarismo. Con poco tino se opusieron también a la legislación obrera del gobierno militar y acompañaron incluso el lock-out empresarial que en 1946 se opuso al aguinaldo.
Perón, por su parte, intentó un acercamiento con las corporaciones empresariales presentando sus políticas sociales como un dique al comunismo, pero ante la negativa de los empresarios, reticentes a conceder cualquier mejora para los trabajadores, optó por radicalizar su proyecto y apoyarse más claramente en el mundo sindical. Su retórica se volvió más popular y, de manera similar a como el yrigoyenismo había dividido el campo político en la década de 1920, oponiendo “causa” y “régimen”, Perón comenzó a afirmar su discurso sobre la dicotomía “pueblo-oligarquía”.
A la distancia, su triunfo resulta impresionante y en cierto modo sorprendente si tenemos en cuenta que derrotó a todas las fuerzas políticas unidas, incluido el radicalismo que hasta entonces había sido el partido mayoritario. Dicho triunfo, es cierto, resulta menos sorprendente si se tiene en cuenta la larga sucesión de fraudes electorales que en la década anterior habían minado la legitimidad del sistema de partidos, y en ese marco también el prestigio popular del radicalismo. De igual manera, el franco apoyo de las corporaciones empresariales a la Unión Democrática dejó en claro para los trabajadores a quién debían votar.
Además, en la propia coyuntura, la intervención del embajador norteamericano Spruille Braden en contra de Perón y a favor de los candidatos José Tamborini y Enrique Mosca, colocó a la Unión Democrática en una situación particularmente incómoda e insufló de vitalidad a la retórica nacionalista de Perón.
Contó también con el apoyo de una parte del Ejército y de la Iglesia católica, cuya gravitación en la vida social y política argentina había crecido de manera sostenida desde principios de siglo. Perón, de hecho, se refirió frecuentemente al catolicismo social como una de las fuentes de inspiración de sus proyectos. Por si quedaban dudas, cerró su campaña electoral en el Santuario de la Virgen de Luján, la principal devoción católica del país.
Perón en el gobierno: política y economía
A poco de ganar las elecciones, las tensiones al interior de la coalición triunfante se ahondaron y Perón optó por disolver el Partido Laborista. A pesar de las resistencias de muchos dirigentes sindicales, Perón reorganizó sus estructuras de apoyo en torno a una nueva formación: el Partido Único de la Revolución Nacional, devenido en 1947 en el Partido Peronista. En 1949, además, el partido adoptó una organización piramidal, centralizada y de impronta corporativa dividida en tres ramas: la sindical, la masculina y la femenina. Aprobado el voto de las mujeres en 1947, dicha rama se convirtió en la base para la organización del primer partido compuesto masivamente por mujeres, el Partido Peronista Femenino, liderado por Eva Perón.
En el plano económico, el peronismo alentó el fortalecimiento del mercado interno a través de la suba de los salarios y el estímulo a la producción industrial. Por esos años, el consumo se generalizó en la clase obrera y el reparto de la riqueza mejoró sustancialmente, estabilizándose en torno a un 50 por ciento para los trabajadores. Dicha política era necesaria a su vez para asegurar el desarrollo industrial iniciado tímidamente en las décadas anteriores. Los números resultan elocuentes. Los establecimientos fabriles, por ejemplo, aumentaron más de un ciento por ciento entre 1946 y 1955. Al mismo tiempo, como sucedió también en varios países europeos –y en algunos latinoamericanos–, se impulsó la nacionalización de los sectores estratégicos y las empresas de servicios públicos (gas, teléfonos, puertos, ferrocarriles). Además, se fortalecieron, sobre todo con el Plan Quinquenal de 1947, las herramientas de intervención diseñados en los años treinta y durante la dictadura de 1943. Se impulsó el crédito a través del Banco Industrial y se lanzó el Instituto Argentino para la Producción y el Intercambio (Iapi), que asumió un rol clave al permitirle al gobierno controlar el comercio exterior, orientar divisas al sector industrial y desacoplar el precio interno de los alimentos respecto del mercado mundial.
A su vez, el gobierno congeló el precio de los alquileres y puso en marcha programas de vivienda a través de créditos subsidiados por el Banco Hipotecario. En su conjunto, todas estas políticas juntas elevaron el salario real en un 50 por ciento entre 1945 y 1948, un nivel sin parangón en América Latina. En respuesta, la tasa de sindicalización superó el 40 por ciento en 1950 y, en términos electorales, el gobierno se mantuvo por arriba del 60 por ciento de los votos.
No todo fue color de rosas
En 1949, no obstante, el clima político y económico se ensombreció. Por un lado, el avance de la industrialización puso en jaque la balanza de pagos. Esto se combinó a su vez con un empeoramiento de los términos del intercambio y una sucesión de malas cosechas. Por otro lado, la inflación creció rápidamente. Las principales objeciones de la oposición, sin embargo, hicieron blanco en la reforma constitucional en marcha. Para los opositores, el gobierno pretendía avanzar en una suerte de “fascistización” del Estado. Si bien, efectivamente, existían sectores de extrema derecha que pretendían avanzar en esa dirección, ocupaban un lugar marginal en el peronismo. El propio Perón, por otro lado, más allá de su retórica a veces encendida, no pretendía abandonar las lógicas políticas liberales ni embarcarse en experimentos de ingeniería institucional demasiado ambiciosos. De hecho, la Constitución de 1949 se mantuvo en los moldes liberales de la de 1853. A pesar de los rumores que circularon durante la convención constituyente, no se introdujeron finalmente cámaras corporativas ni ninguna variante de voto familiar. Tampoco se limitaron las garantías individuales y ciudadanas. Las principales innovaciones fueron los derechos sociales, que adquirieron rango constitucional, la elección directa –un reclamo de largo aliento en amplios sectores– y la posibilidad de reelección. El aspecto que originó a fin de cuentas los principales cuestionamientos.
Recuperación económica y crisis política
A partir de 1953, tras la llamada “vuelta al campo” de los años anteriores –con la que se intentó fortalecer el ingreso de divisas–, el segundo plan quinquenal propuso desarrollar la industria de base. Sus logros no fueron menores. La inflación disminuyó sustancialmente, se mantuvieron altas tasas de crecimiento y las empresas estatales ganaron peso. En 1952 se crearon las Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado y en 1953 los Astilleros y Fábricas Navales del Estado. Sin embargo, es cierto, en lo que era el principal objetivo del plan, el desarrollo de una industria de base, los resultados fueron bastante modestos. El Plan Siderúrgico Nacional lanzado en 1946 no logró despegar. Primero debido al boicot norteamericano y luego a las dificultades de la balanza de pagos. Por otro lado, los sectores de la industria pesada que crecieron no lograron revertir su dependencia de insumos externos. Estas dificultades explican la progresiva moderación de la retórica nacionalista y la convocatoria al capital extranjero, ante la imposibilidad de sostener el proceso de desarrollo vía el ahorro interno. Más allá de las dificultades, de todos modos, parece exagerado ver en estas contrariedades una “crisis”. La economía siguió creciendo y el gobierno mantuvo el control de las principales variables. Además, lo más importante, Perón contaba con un diagnóstico bastante acertado de los problemas existentes y con un plan sobre el rumbo a seguir, como ejemplifica el crédito del Eximbank de 1955 para importar desde Estados Unidos los equipos necesarios para la siderurgia.
Más que en la economía dónde los nubarrones anticipaban una gran tormenta era en el frente político. Allí, sobre todo a partir de 1953, las dificultades se multiplicaron. Por un lado, los homenajes y funerales organizados por el Estado tras la muerte de Eva Duarte causaron tensiones con la oposición, que los consideró un intento para dar vida a una “religión política” a la manera de los fascismos europeos. En un registro más mundano, y también más realista, las formas de culto popular que generaba Evita irritaba visceralmente a los sectores más antiperonistas y profundizaban las divisiones. El gobierno respondió redoblando la apuesta y dio rienda suelta a la llamada “peronización” de la cultura. Fueron los años, por ejemplo, en que proliferaron los manuales escolares que celebraban al gobierno de Perón y Eva. Se restringió además la participación de las fuerzas políticas opositoras en los principales medios de comunicación. Más importante aún, la retórica política basada en la oposición “pueblo-oligarquía”, que había servido en un primer momento para dar solidez al gobierno, se volvió como un boomerang contra el sistema de partidos, al hacerlo cada vez más incapaz de procesar las tensiones en curso. La oposición, por su lado, profundizó la crisis al negarse a reconocer la potencia democrática del peronismo, insistiendo en definirlo como un “fascismo criollo”. A partir de entonces, la violencia no hizo más que crecer rápidamente. En 1953, el horizonte político se ensombreció cuando durante un acto peronista en la plaza de mayo explotaron dos bombas con un saldo de cien heridos y siete muertos. El atentado causó como respuesta, por la noche, el accionar de grupos de seguidores de Perón que quemaron el Jockey Club y las sedes de los partidos opositores. Las detenciones se multiplicaron y si bien a fin de año, intentando bajar la tensión, Perón aprobó una amnistía general para los detenidos y convocó al diálogo, durante 1954 el clima de polarización volvió a profundizarse. Por otro lado, el resultado de las elecciones legislativas, donde el peronismo obtuvo una vez más un triunfo arrollador, encolerizó a la oposición y consolidó sus tendencias golpistas.
Finalmente, a este panorama se sumó un inesperado enfrentamiento con la Iglesia católica. En estos años no habían faltado altercados con algunos obispos –como a raíz de las leyes de profilaxis social y de equiparación de los hijos “ilegítimos”– , pero nada que llevara a prever la disputa que se desataría en 1954. Al día de hoy sigue siendo difícil de explicar. Más allá de los pormenores, lo cierto es que el conflicto se diseminó como reguero de pólvora y en un contexto de fuerte polarización como el que se vivía, la Iglesia se convirtió repentinamente en un aglutinador del antiperonismo.
Una situación que se materializó con particular claridad durante la celebración de Corpus Christi de junio de 1955, cuando por las calles de Buenos Aires junto a los fieles católicos marcharon dirigentes políticos de todo el arco opositor, incluido el comunismo. El gobierno, desconcertado, reaccionó elevando el tono del enfrentamiento y en tiempo récord los legisladores peronistas sancionaron el divorcio vincular, resistido por la Iglesia, suprimieron la enseñanza religiosa y presentaron un proyecto de reforma constitucional para asegurar la laicidad del Estado.
Por otro lado, la violencia escaló a niveles inéditos y el 16 de junio se produjo un nuevo intento de golpe de Estado. Aviones de la marina, con la insignia Cristo Vence, bombardearon la Plaza de Mayo y la casa de gobierno. El objetivo era asesinar a Perón. El ataque dejó el escalofriante saldo de varios centenares de muertos. Esa noche, en respuesta, militantes peronistas quemaron las principales iglesias del centro porteño. El país se acercaba peligrosamente a un escenario de guerra civil.
Alarmado, Perón intentó descomprimir la situación flexibilizando las leyes de radiodifusión y oponiéndose a los sectores sindicales que buscaban armar a los trabajadores, pero ya no había vuelta atrás. La política de conciliación no sólo fracasó sino que animó a los golpistas que vieron en ella una muestra de debilidad de Perón. El 16 de septiembre un nuevo golpe de Estado, iniciado en la provincia de Córdoba, tuvo éxito y desató una fuerte represión sobre los trabajadores y el movimiento peronista.
La Argentina se adentró en un callejón cada vez más estrecho, que, a la postre, resultó no tener salida. La guerra civil que Perón quiso evitar impidiendo la movilización de los sindicatos, renunciando y exiliándose, terminó, en cierto modo, produciéndose igual, en cuotas, por largas y dolorosas décadas en las que los trabajadores pagaron el precio más alto.
Diego Mauro es investigador independiente en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (CONICET), docente y coordinador del Doctorado en Historia, forma parte de la Red de Estudios de Historia de la Secularización y la Laicidad (REDHISEL) y coordina el Observatorio de Culturas Religiosas de la Universidad Nacional de Rosario (UNR).
Artículo originalmente publicado en el diario La Capital, de Rosario.