En las últimas décadas, los avances tecnológicos y la creciente complejidad de los algoritmos llegaron a redefinir, incluso a sustituir, nuestro sentido común y nuestra forma de vida. Hoy, en plena era algorítmica, la sociedad parece atrapada en una nueva lógica donde la tecnología no es simplemente una herramienta, sino un escultor de la realidad en la que vivimos. Nuestros dispositivos y aplicaciones nos prometen eficiencia y optimización, pero en este proceso nos condicionan, nos modelan, nos enseñan a vivir dentro de sus lógicas de mercado y rendimiento. Lo humano, en su autenticidad, cede paso a lo cuantificable, y así se consagra una nueva religión: la macroeconomía.
Esta transformación tiene como epicentro el desarrollo de la inteligencia artificial y su aplicación indiscriminada en las decisiones sociales y económicas. La IA no solo opera en el ámbito privado, sino que también penetra profundamente en la esfera pública, orientando políticas y reformulando valores. En este marco, la vida se convierte en un recurso económico que debe ser eficiente, productivo y flexible. La política ya no busca solo el bienestar o el desarrollo humano integral; hoy parece centrarse en maximizar beneficios económicos y minimizar costos, como si ese fuera el único camino a la prosperidad.
Estamos inmersos en una visión del mundo donde la realidad económica se presenta como una “verdad inmutable.” Cuando alguien intenta lanzar un proyecto o proponer una alternativa fuera de la lógica mercantil, siempre habrá una voz que recuerde: “La realidad es que económicamente no es viable.” Esta frase, disfrazada de objetividad, se convierte en la respuesta automática a cualquier esfuerzo que no sirva a los intereses del mercado. De esa manera, el nuevo realismo económico funciona como un dogma que nos exige adaptarnos, sin cuestionarlo, a los parámetros impuestos.
La macroeconomía, como visión dominante, transforma a los individuos en “recursos humanos” y simplifica la complejidad de las relaciones sociales a un simple cálculo de costos y beneficios. Esta lógica despoja a las personas de su identidad y sus necesidades genuinas; los seres humanos ya no son ciudadanos con derechos y aspiraciones, sino engranajes en un gran sistema que prioriza la eficiencia y el crecimiento económico. Se nos exige fluidez, adaptación, movilidad, todo en función de un mercado que redefine la vida según sus necesidades, mientras los vínculos y arraigos que construyen nuestra identidad quedan relegados a meras “externalidades”.
Lo que hace tan potente y absorbente a este sistema es su capacidad para generar y difundir una visión del mundo que captura la mente y la voluntad colectivas. La macroeconomía se eleva al nivel de una metafísica, una realidad incuestionable que impregna todo: la educación, el trabajo, los sueños, las relaciones. Como en toda religión, este sistema establece sus propios principios morales: ser útil, ser eficiente, ser productivo. La sociedad adopta estos valores sin reflexionar, como verdades absolutas, y quienes se apartan de ellos son considerados “idealistas” o “utópicos”. La subordinación de lo humano a lo económico es total.
Algoritmo: el dogma de una nueva era
La tecnología desempeña un papel crucial en la consolidación de esta lógica. En nuestro día a día, los algoritmos modelan nuestras decisiones y moldean nuestras interacciones. Los dispositivos que llevamos en el bolsillo no solo facilitan la comunicación o el trabajo, sino que también nos entrenan a pensar y actuar bajo un esquema de constante optimización. Lo que alguna vez fue presentado como una herramienta para el crecimiento humano se convirtió en un filtro que determina qué es importante y qué no, qué merece nuestra atención y qué debe ser descartado. Así, el ser humano no usa la tecnología; es la tecnología la que nos usa, convirtiendo cada interacción en un acto de fidelidad al sistema.
En este contexto, el pensamiento crítico y el deseo de autonomía se ven cada vez más debilitados. Los humanos ya no somos pensadores autónomos; ahora somos piezas de un complejo sistema que nos asigna un rol basado en algoritmos y datos, moldeados por parámetros de eficiencia. El problema se agrava porque la capacidad de reflexión, esa cualidad distintiva del ser humano, es relegada al automatismo de las respuestas preprogramadas, y la idea de una humanidad que piensa por sí misma pierde terreno frente a la inteligencia artificial que calcula en función del beneficio económico.
Podemos preguntarnos entonces si esta es una lógica de opresión, una nueva forma de colonización. En las sociedades contemporáneas, el avance de la tecnología no se traduce en una liberación del ser humano, sino en una estructura más rígida y controlada. El sistema económico se encarga de optimizar los comportamientos y de moldear nuestras percepciones y valores, convirtiendo la técnica en una fuerza colonizadora que opera en la psique humana. Nos enseñan que es normal, que el mundo “funciona así” y que, lejos de cuestionarlo, debemos adaptarnos. Sin embargo, adaptarse significa renunciar a la autonomía y someterse a la lógica de un sistema que prioriza el cálculo por encima de la sensibilidad y el sentido de comunidad.
Pensar, cuestionar, imaginar
No se trata de negar los beneficios de la tecnología ni de desconocer sus aportes en el campo económico. Se trata, más bien, de reflexionar sobre los efectos que esta subordinación total al algoritmo y a la macroeconomía tienen en la vida humana. Vivimos en un mundo donde los algoritmos responden al mercado, no a los valores humanos. Y esta nueva “religión” nos exige sacrificios: nuestra identidad, nuestra autonomía y nuestra capacidad de imaginar un futuro diferente.
Es fundamental, entonces, retomar el poder de pensar, de cuestionar y de imaginar otros horizontes. La macroeconomía no debería ser la única realidad posible ni la única vara con la que se mide el éxito o el fracaso de una sociedad. Debemos recordar que el ser humano es algo más que un recurso económico; somos seres sensibles, con aspiraciones y deseos que no siempre encajan en la lógica mercantil. Reivindicar este espacio de humanidad es, quizá, el mayor desafío de nuestra era, en la que el culto a la eficiencia amenaza con reducirnos a números en una planilla de cálculo.
En definitiva, estamos frente a una nueva religión que parece inquebrantable, una que proclama que la economía es la realidad última. Pero el cuestionamiento sigue siendo posible, porque, si algo define a lo humano, es su capacidad de imaginar alternativas. Frente a esta nueva fe en la macroeconomía, la verdadera emancipación consistirá en restablecer nuestra conexión con los valores que, aunque no rentables, son indispensables para una vida plenamente humana.
Alejandro Iuliani es periodista, actor y director teatral; editor del diario digital El Tigre de Papel y director de Radio X, de Villa Constitución (Santa Fe), emisora integrante de Cadena Regional.